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Vivir con miedo

Es fácil sentir miedo hoy día. Basta con caminar por un barrio desierto, por la noche, después de una intensa lluvia, sintiendo el ruido de los zapatos sobre el asfalto, y comprobar, después de mirar a ambos lados, que un grupo de individuos con aspecto amenazador se ha interpuesto en el camino y que no hay escape.
El miedo es algo que surge a borbotones tras una situación extraordinaria -un temblor de tierra, un atentado terrorista-, pero que también moldea nuestra vida diaria, adquiere mil caras y se extiende a todo tipo de situaciones: ataques de pánico, agorafobia (miedo a los espacios abiertos), miedo a la gente y a la exposición al público. La ansiedad prolongada puede convertirse en algo patológico. Y sin embargo, es difícil definir el miedo: es una sensación, de acuerdo, pero también un sentimiento. Y un producto del cerebro. Hay memorias enterradas que, una vez activadas, evocan el miedo que pasamos en el pasado y levantan un viento cavernoso que nos eriza el cabello.
Así describe para El País Semanal el intrincado, complejo y sutil circuito del miedo Joseph Ledoux, profesor del Instituto del Miedo y la Ansiedad de la Universidad de Nueva York: "Ocurre un peligro y reaccionas. Y no hay forma de controlarlo". El miedo tiene el marchamo de lo instantáneo: el corazón se acelera, aumenta la presión sanguínea. "Se te encoge el estómago y tu cerebro está alerta".

Imagine que los individuos que le han cerrado el paso sacan sendas navajas y las alzan delante de usted. Puede quedarse paralizado por el terror. O quizá decide hacerles frente. Lo más probable es que huya. Pero ¿por qué? Hay dos posibles respuestas. Quizá usted tiene almacenadas las experiencias pasadas de que un ataque urbano se cobra a menudo vidas de ciudadanos inocentes, y por ello decide correr. Es una explicación razonable. Pero la otra posibilidad, de la que Ledoux está convencido, es que el miedo no es generado en primera instancia por el cerebro. Es la respuesta del cuerpo a eso que nos causa miedo la que dicta al cerebro, le ordena que debe sentir miedo. Que ha de experimentarlo. Y dirigir su reacción posterior.
Así que esto es lo que sucede mientras usted se dispone a correr, con el corazón bombeando sangre como un motor revolucionado de un coche de carreras. "Cuando estamos delante de una amenaza, esa información activa la amígdala cerebral", dice Ledoux. La amígdala es una estructura en forma de almendra hundida en la corteza del cerebro. Aquí tenemos el centro del miedo y de las emociones. "La amígdala dirige entonces la respuesta del cuerpo". Está enlazada con el núcleo del hipotálamo y del tallo cerebral -situados respectivamente bajo la corteza cerebral y en la base del cráneo-. Por embarazoso que esto pueda parecer, la respuesta que probablemente nos salve la vida proviene de los bajos fondos del cerebro, no de las zonas más nobles y sofisticadas de la corteza cerebral donde se procesa el pensamiento puro, el arte o los centros de razonamiento y deducción. Así que si un grupo de delincuentes o un oso grizzli nos hacen correr, no huimos porque estamos asustados, explica Ledoux. "Simplemente, estamos asustados porque corremos".
Los investigadores del miedo han centrado su atención en la amígdala cerebral. En los experimentos enseñan a los voluntarios expresiones faciales humanas que reflejan el pánico, y en los escáneres de resonancia magnética funcional observan que la sangre fluye más rápidamente hacia este centro del miedo. Los estímulos, no obstante, provocan distintas reacciones. Vulgarmente hablando, hay gente más miedosa o valiente. E incluso algunos con madera de héroe (lo que no significa que no sientan miedo, sino que, según Ledoux, tienen coraje).

En un intento por desbrozar este misterio, el investigador Justin Feinstein, de la Universidad de Iowa en Estados Unidos, junto con el célebre investigador del cerebro Antonio Damasio, presentó recientemente un caso en la revista Current Biology acerca de S. M., una mujer de 44 años que nació con la rara enfermedad de Urbach-Wiethe, que calcificó su amígdala, destruyéndola. S. M. experimenta la soledad o la tristeza, pero, a diferencia de los demás, no sabe lo que es el miedo.
Esta mujer vivió en un barrio peligroso, abatido por la pobreza, el crimen y el tráfico de drogas. Los investigadores la llevaron al lugar donde estuvo a punto de perder la vida cuando ella contaba con 30 años. Regresaba a su casa sobre las diez de la noche. A su izquierda le llegaba el sonido del coro de una parroquia cercana. Un drogadicto que estaba sentado en un banco la llamó, pero en vez de huir, ella se aproximó con una fría curiosidad. El individuo le cogió del brazo y la obligó a sentarse, colocando un cuchillo sobre su garganta. "¡Voy a cortarte, zorra!". Escuchó la amenaza sin sentir miedo, con el coro parroquial de fondo. Y mirando a su atacante, le dijo: "Si vas a matarme, tendrás que hacerlo con el consentimiento de los ángeles de mi Dios". El hombre entonces la dejó ir. Al día siguiente, ella volvió a su casa eligiendo el mismo camino sin experimentar aprensión alguna.
Pero S. M., como pudieron corroborar Feinstein y Damasio, sí había experimentado los miedos típicos infantiles cuando era una niña menor de 10 años: el pavor a la oscuridad, o en una visita al cementerio en la que fue asustada bruscamente por su hermano. En una ocasión, ella intentó acariciar a un dóberman mientras estaba en la casa de una amiga de su madre. "De repente, me acorraló hasta una esquina, gruñendo. No me dejaba escapar", recuerda. La dueña cogió al perro de la cadena y dijo: "Ahora ve despacio hacia la puerta. Si te apresuras, saltará sobre ti". S. M. recuerda ese temor, pero no lo asocia a su vida adulta. La calcificación de su amígdala fue gradual y se aceleró a partir de los 20 años. Una vez destruida, la patología la convirtió en una mujer sin miedo.
Nadie esta preparado para vivir en un estado de miedo absoluto. El término es confundido muy frecuentemente con la ansiedad, especialmente en las noticias de la televisión. Después de un desastre como el reciente terremoto de Japón y, en menor grado, por el seísmo que acabó con la vida de nueve personas en Lorca (Murcia), el miedo inicial deja paso a la ansiedad "sobre lo que significa este miedo", dice Ledoux.

El cerebro es capaz de rescatar los temores, las sensaciones que surgieron en primer lugar. Un estímulo con el que nos hemos encontrado antes enciende de nuevo la mecha. El cerebro clasifica entonces un suceso externo amenazador basándose en el tipo de emociones que lleva asociado. Hay un proceso por el que la amígdala, ante un peligro, baña de hormonas al cerebro, fijando la memoria de ese estímulo de una manera muy potente, nos dice Ledoux. Tras un terremoto, la gente, asustada, no sabe si ocurrirá de nuevo y teme volver a sus casas para dormir.
Después del episodio del maremoto que asoló el sureste asiático en 2004, una zona sacudida fuertemente por grandes terremotos, muchos habitantes de Filipinas y Tailandia se alejaban de la costa y trataban de ponerse a salvo buscando un refugio a más altura después de cada temblor. Los recuerdos grabados a fuego con miedo no se olvidan. Es un mecanismo evolutivo de supervivencia.
El miedo también está asociado a cómo se percibe un peligro. El cerebro toma sus decisiones no solo basándose en un razonamiento puro; las emociones cuentan, y mucho. "Sin sentimiento, el cerebro no puede elegir", asegura David Ropeik, autor del libro How risky is it, really? ("¿Cómo de peligroso es? McGrav-Hill). Ropeik, que es instructor de la Escuela de Educación Continua de la Universidad de Harvard, tiene su propia consultoría de riesgo. "En todo el mundo la gente tiene más miedo de los riesgos que se le imponen que los que acepta". Cuanta más información, mejor. Pero avisa: "Los seres humanos no tomamos decisiones perfectas y racionales. No es así como funcionamos". Cuando las emociones se mezclan con la razón, el cóctel puede ser predecible, explosivo o desconcertante.
El autor de este reportaje tuvo la ocasión de comprobar, en un viaje a un viñedo cerca de San Francisco, cómo una de las guías cogía tranquilamente una larga culebra de entre las viñas para mostrarla a un grupo de periodistas, a sabiendas de que era una especie inofensiva sin veneno. El conocimiento despeja los temores sin necesidad de bloquear la amígdala cerebral.
En otros casos, el conocimiento no basta para vencer a ciertos tipos de miedos, como el temor que profesamos a la radiación: es algo que asusta a casi todo el mundo. Es invisible. No se huele. Y es peligrosa. Pero su peligrosidad depende de la intensidad, la dosis, el tiempo de exposición. Un informe que publica la revista Nature asegura que los seis millones de residentes que vivían en las zonas contaminadas por la explosión del reactor de Chernóbil, en abril de 1986, recibieron de media una dosis de radiación -nueve milisieverts- equivalente a una tomografía computerizada.
El profesor emérito de física Wade Allison, de la Universidad de Oxford, explica que el peor supuesto ante un peligro de esta naturaleza es ingerir o respirar sustancias radiactivas, o recibir una dosis excesiva de una vez. En su libro Radiation and reason arguye que una persona está bañada por una radiación natural de unos 2,7 milisieverts al año. Las regulaciones internacionales permiten aumentar la cantidad en un milisievert extra. Allison apunta a que un tratamiento de radioterapia en un paciente de cáncer supone recibir unos 20.000 milisieverts a lo largo de varias semanas, ¡20.000 veces el límite anual permitido! Incluso los tejidos sanos alcanzados por la radiación pueden recuperarse con el tiempo.
Pero hay otros datos que muestran el lado más tétrico. Los estudios sugieren que los casos de cáncer de tiroides en niños menores de 10 años cuando ocurrió el accidente de Chernóbil en la región de Belarus se multiplicaron por nueve entre 1991 y 1995, cinco años después del accidente. Tomaron leche y queso contaminado por yodo radiactivo, sin que nadie les advirtiera. Una negligencia intolerable. Las autoridades lo consintieron. Una simple prohibición para consumir estos productos les habría salvado.
El miedo a la radiación es tan peculiar que El País Semanal quiso obtener el testimonio de varios supervivientes de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki para confrontar posteriormente los temores almacenados en sus memorias y su percepción de la crisis nuclear que sigue golpeando a Japón tras el maremoto causado por el catastrófico terremoto ocurrido el pasado marzo.

Iwao Nakanishi era un estudiante de 15 años cuando la bomba arrojada sobre Hiroshima explotó a unos 2,7 kilómetros del almacén militar donde se encontraba. Aquella madrugada del 6 de agosto de 1945, el muchacho esperaba a la llegada del camión que debía llevarle hasta otro almacén en el centro de la ciudad, pero se retrasó unos veinte minutos. Eso le salvó la vida. La bomba estalló un cuarto de hora después, y los 300 estudiantes que le esperaban en el parque central se vaporizaron. Nakanishi tiene ahora 82 años. Lo recuerda todo. "En un instante, vi un tremendo flash, y sentí que mi cuerpo se elevaba debido al impacto. Pensé: 'Estoy muerto'. Perdí la conciencia y me quedé sordo temporalmente, por lo que no recuerdo haber oído ningún sonido", describe en un correo electrónico. Quedó boca abajo, y cuando levantó la cabeza vio el color verde de las hojas. Su ciudad se había convertido en un infierno. Alzó la vista y vio el hongo nuclear creciendo en un cielo gris. Y oyó los primeros gritos a su alrededor cuando recuperó el oído. "¡Está caliente! ¡Dadme agua!".
Las personas se movían como fantasmas, con la cara ensangrentada y quemada, la piel colgando como trozos de tela. Nakanishi se palpó el rostro y descubrió que milagrosamente no había sufrido quemaduras. Ese mismo día fue reclutado para ayudar a los heridos. A falta de medicinas, llevaba un cubo de aceite y aliviaba las quemaduras de sus compatriotas con una brocha. Cuando llegó al puente Miyuki, entre las ruinas, el fuego y el humo, oyó la súplica de un muchacho que le confundió con un soldado. Intentó cogerlo, pero se quedó con su piel y parte de la carne en sus manos. Todavía hoy Nakanishi sigue lamentando no haberse echado a la espalda a aquel chico.

El simple hecho de encontrarse en el porche trasero de su casa salvó a Yoshiro Yamawaki del impacto directo del calor y las radiaciones cuando la bomba estalló a unos dos kilómetros, en Nagasaki. La explosión mató al instante a 70.000 personas. Yamawaki contaba 11 años. "Mi padre no regresó a la mañana siguiente y salimos a buscarle a la fábrica donde trabajaba. Allí encontramos su cuerpo, lo incineramos, y al día siguiente volvimos para recoger sus restos". Recuerda perfectamente los momentos posteriores, los restos de su casa, el tejado arrancado de cuajo; o cuando acudió con sus hermanos a un refugio subterráneo que no era otra cosa que una zanja excavada en una colina, repleto de mujeres con sus hijos llenos de quemaduras o heridos por los trozos de cristal y fragmentos clavados en el cuerpo.
Yamawaki y Nakanishi pertenecen a un grupo de más de 227.000 personas que sobrevivieron a los ataques atómicos, incluyendo los que estaban en ese momento dentro del vientre de sus madres. Ellos experimentaron un miedo difícilmente concebible para el resto. El Gobierno japonés los reconoce con el término hibakusha (persona bombardeada) y establece para ellos ayudas económicas y médicas. Pero tras los bombardeos y la rendición de Japón, muchos de ellos tuvieron que enfrentarse a otro tipo de miedo: el prejuicio por parte de sus compatriotas de que las enfermedades contraídas por la radiación eran contagiosas, o que sus hijos nacerían con malformaciones congénitas al tener la sangre contaminada.
Iwao Nakanishi creía, antes del accidente de la central de Fukushima, que la energía nuclear era un "demonio necesario". Ahora piensa que Japón debe replantearse por entero su política energética, no construir más centrales y reducir el número de las ya existentes. "Tenemos que revisar nuestro modo de vida. Nos enfrentamos ahora a las consecuencias de los excesos".
Los hibakusha se oponen comprensiblemente a la energía nuclear. Kazue Campbell, que trabajó como profesora de idiomas y cultura japonesa de la Universidad de Harvad, tenía 13 años cuando cayó la bomba de Hiroshima y se considera una superviviente, no una hibakusha, puesto que se encontraba a más de 48 kilómetros, en un pueblo cercano. Ella sintió el miedo atómico. Pero dice que la prensa americana es un poco arrogante cuando los periodistas se quejan de que las autoridades japonesas no son lo suficientemente transparentes, teniendo en cuenta que Estados Unidos fue el país que arrojó la bomba. "No se dan cuenta de que la situación cambia cada día. Creo que Japón se debería replantear el uso de la energía nuclear para conseguir electricidad, y probablemente la mayoría de la gente de Hiroshima coincide conmigo. Pero recuerde que no vivo allí".

Christopher Gerteis, experto en historia contemporánea de Japón, y conferenciante de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres, describió en un correo electrónico las primeras reacciones de muchos japoneses cuando estalló la crisis tras el 11 de marzo, actitudes que ahora tienen un valor retrospectivo. "Muchos de mis colegas y amigos están profundamente asustados por la contaminación de la lluvia radiactiva, e incluso algunos japoneses ricos han enviado a sus hijos al exterior hasta que termine la crisis".
El mundo artificial que hemos hecho a nuestra medida, las seguras ciudades donde lo único que necesitamos para sobrevivir es acudir a un supermercado y no jugarnos el pellejo para obtener comida en la naturaleza como los animales salvajes, contiene, paradójicamente, riesgos nunca vistos con los que nos tenemos que manejar: los alimentos modificados genéticamente, el cambio climático y sus catastróficas consecuencias, la energía nuclear.
"Ahora los riesgos son mucho más complejos, y hay en juego intereses comerciales", dice Ropeik. "Nuestro sistema emocional, que nos ha sido tan útil en el pasado, quizá no sea el más adecuado para pensar en estos riesgos tan complicados". En Estados Unidos, asegura este experto, hay una cierta psicosis en la opinión pública por los riesgos de la radiación desprendida por las radiografías. Y sin embargo, las sesiones de bronceado de la piel con rayos ultravioleta -asociados al cáncer de piel- atraen a millones de norteamericanos. Se arriesgan por conseguir un beneficio.
El miedo continuará siendo el instrumento favorito de los políticos para captar votos, pero está bien presente en las técnicas de marketing, describe Ropeik: este alimento es más saludable, nos previene contra un ataque al corazón. En algunas partes de Estados Unidos se venden dispositivos para que los padres sepan siempre dónde están sus hijos, pues hay un cierto temor generalizado al secuestro. "Un anuncio comercial termina mostrando a una madre aterrorizada que no puede encontrar a su hijo para así vender el producto".
El miedo, asegura por su parte Joseph Ledoux, parece que vive siempre en el cerebro. Es importante que almacenemos nuestros miedos de forma permanente. "Las cosas peligrosas ahora lo serán mañana, y el cerebro necesita grabarlas para protegernos en el futuro". El miedo también puede ser alterado. Ledoux está convencido de que la comprensión neurológica del miedo y sus circuitos podría llevarnos algún día a tratar mucho más eficazmente las patologías y fobias. "Se podría alterar la amígdala en la gente que se asusta, quizá mediante fármacos que pueden reducir su actividad en situaciones peligrosas, y lograr que esa gente sienta menos miedo". Sin embargo, el miedo es también un recurso evolutivo, es como un sistema de seguridad. Este experto lanza una reflexión final acerca de las técnicas para reducir o alterar ese miedo. "¿Deberíamos alterar las emociones de la gente y sus recuerdos? Es un tema complejo".